Publicado en la Gaceta de los Negocios el 5 de marzo de 1999 con el título de "Ramón Gaya"
Se inauguró anteayer en Madrid, en la galería Elvira González, una exposición de Ramón Gaya que permanecerá abierta hasta el 17 de abril. Una oportunidad de oro para sus admiradores y para los que nunca tuvieron la ocasión de ver sus obras. Se trata de una serie de aguadas (prefiero este término al de gouache) y de óleos pintados a lo largo de esta década que fenece y que cierra el siglo que le vio nacer. Los cuadros más recientes son del año pasado y los motivos son los recurrentes en el pintor: homenajes a otros pintores (Velázquez, Cézanne, Rembrandt, Picasso, Murillo, Van Gogh), flores, principalmente jazmines y rosas, vasos, jarrones, libros, espejos y también la figura humana (casi siempre mujeres) y cuadros dentro del cuadro. Se podría decir de su pintura lo que el propio Gaya escribió en un soneto de la de Velázquez: Parece que estuviera –bien pintada-/la simple realidad indiferente;/pero el Alma está dentro, agazapada. La frescura, la vitalidad de sus trazos no extrañarán a quienes conozcan al pintor pero sí a los que, por no conocerlo, se enteren de que el año que viene cumplirá 90 años.
Una larga vida productiva y hermosa, no exenta de grandes sobresaltos, luces y sombras de la época que le tocó vivir. Ramón Gaya ha protagonizado muchas cosas: momentos estelares de la literatura española a la que como poeta y diarista contribuyó no poco a enaltecer y cuyos frutos podemos degustar en numerosas publicaciones recogidas en tres volúmenes (Obra completa, Pre-Textos). Fue amigo de todos ellos: Lorca, Dalí, Bergamín, María Zambrano, Rosa Chacel, Rafael Dieste... Como tantos de su generación vivió largos años exiliado en México. Residió después en Italia, alternando con estancias en Valencia, su Murcia natal y en Madrid, esa ciudad a la que llegó por primera vez, en 1928, casi un niño y donde –él lo cuenta- al visitar el Museo del Prado percibió con temblor que los cuadros no eran «esa superficie animada que tan tontamente se nos dijo ser... sino sencillísimas ventanas de par en par, abiertas al infinito».
Publicado en La Gaceta de los Negocios el 23 de septiembre de 1999 con el título de "Médicos"
Es curioso comprobar hasta qué punto todo lo que se relaciona con los médicos nos atañe de manera tan cruda. Pasa igual que con los policías y los abogados. Todos trabajan con el lado oscuro de la vida, y por ello son temidos, tal vez odiados, pero tremendamente necesarios, de ahí el éxito de determinadas series de televisión y de algunas novelas como la que se ha presentado en Madrid la semana pasada. A primera vista podría parecer que La enfermedad de Sacks (editorial Akal) es un tratado de medicina y, aunque no es así, la práctica de la misma es el motor del libro. Es natural, su autor, el novelista francés Martin Winckler es médico y ejerce en provincias (así es como se dice en Francia), exactamente como su personaje central, el Dr Sacks.
La novela es sobrecogedora. No sólo porque su técnica narrativa sea de gran eficacia (los enfermos, que son los verdaderos protagonistas, van construyendo, consulta tras consulta, la trama) sino porque en sus páginas está encerrada la historia misma de la condición humana. La enfermedad de Sacks no es sino la de comprender demasiado bien a sus pacientes, compadecerlos, en el sentido literal del término, entender que la enfermedad es un termómetro del bienestar familiar y social. Es un médico atípico que escucha a los enfermos y que considera que su misión es curar pero también aliviar el dolor según la conveniencia del paciente y no de la Facultad o de sus familiares.
Por su implacable análisis de la patología, física y moral, de la familia y de la sociedad, por sus propuestas y sus lecciones, este libro no es ya de por sí un consuelo para los enfermos (y todos en algún momento lo somos) sino que debería de ser lectura obligatoria para todos los médicos: los buenos, verán que no están solos ni tan locos como podrían sugerirles sus compañeros «cuerdos» y algunos de éstos tal vez comprendan que el estetoscopio que les cuelga del cuello no sustituye al corazón que han olvidado en la taquilla donde se han cambiado de ropa.
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