(del prólogo para la edición de Pre-Textos, 1997)
(...) Para terminar, unas palabras sobre la traducción. Aunque omito los detalles de las dificultades presentadas por ésta, quiero transmitir una, de enojosa solución en español: la traducción de los provenzalismos que aparecen en el texto. También quiero señalar la gran riqueza léxica de Colette y un dato para corroborarla: muchas de las palabras más “difíciles” con las que me he tropezado en mi trabajo tenían, en el Grand Robert, una única autoridad para argumentar su uso: Colette. De las 1282 citas de Colette que aparecen en ese extenso y utilísimo diccionario (ahora reducido a un pequeño disco transportable gracias a los milagros de la informática), casi un 15% (concretamente 188 citas) proceden de El nacer del día...
Aunque no soy muy partidaria de las notas del traductor, pues muchas veces con ellas parece que se intenta paliar una insuficiencia expresiva, en este caso me parecen imprescindibles. Por ejemplo, excepto Vial y Helène Clément, todos los personajes que aparecen en el libro, incluida la narradora y protagonista principal, o bien son los parientes más cercanos de la autora (madre, maridos y hermano, incluidos sus animales, a los que ella llama “Los Míos”) o bien son personas pertenecientes al mundo de la cultura, todos ellos amigos o conocidos de Colette y la mayoría, totalmente desconocidos en España, como es natural, y también en la Francia actual pues la edición que he manejado tiene un completísimo índice onomástico. No explicar quiénes son podría inducir a errores que, por otra parte, muy pocos lectores franceses de la época en que salió el libro no cometerían. Desde luego, dudo que todos esas amas de casa, vendedores y obreros, lectores de Colette de los que hablaba el New York Times se pudieran mover muy a gusto en ese verdadero anuario del Todo París que es esta novela.
Y antes de dar paso a la Maestra, unas palabras también sobre el título del libro, que es digno de análisis, como muy bien indica Claude Pichois en la Introducción a la edición que hemos utilizado . Porque no se trata del momento, de la hora puntual y precisa en que nace el día, sino del acto mismo de ese nacimiento, de todo lo que le precede y rodea, exactamente como si se tratara de un alumbramiento. Oigamos a la propia Colette en esa exaltación de la máxima sacerdotisa, la comadrona que oficia y que asiste a ese misterio del nacimiento del día, su famosa madre, su personaje, a mi entender, más perfilado, más personal y más imperecedero, desde luego mucho más que Claudine, de la que ella no parecía sentirse demasiado orgullosa:
“A los setenta y un años, el alba la siguió viendo triunfante, aunque no sin daños. Ya se hubiera quemado con el fuego, cortado con la podadera, mojado con la nieve derretida o con el agua derramada, siempre encontraba la manera de haber vivido su mejor momento de independencia antes de que los más tempraneros hubieran descorrido las cortinas, y nos podía contar el despertar de los gatos, el trajín de los nidos, las noticias que le daban, con la jarra de leche y el pedazo de pan caliente, la lechera y la panadera, en una palabra, la crónica del nacer del día.”
Está claro que mucho antes de escribir este libro, del que he intentado hacer una traducción impresionista, en cualquier caso, una traducción enamorada, su autora estaba ya preparándose para tomar el relevo, una vez realizada la gran metamorfosis. ¿Renuncia? De acuerdo, aunque más bien liberación, ¿pero de qué? ¿del Hombre? ¡Vaya mentira! Del fantasma de su madre para convertirse ella, a su vez, en la auténtica, la única, la Mater Matuta, diosa de la mañana y de la aurora, y asistir con pleno derecho a su mejor obra: el nacer del día.
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