En la última feria del libro de ocasión encontré un librito muy curioso de Paul Claudel, el poeta más odiado por André Breton, hasta el punto de que excluyó a Rimbaud del Olimpo surrealista porque le gustaba a Claudel… Se trata de un opúsculo, publicado en Gallimard, en 1936, con un diseño que años después copiaría la colección “Que-sais-je?”, que contiene una miscelánea de textos, poemas y cartas, principalmente a Jacques Rivière, el que fuera director de la Nouvelle Revue Française. A continuación traduzco un extracto de la carta dirigida a un tal padre Totsuka, fechada en Tokio (donde Claudel era embajador de Francia) el 5 de enero de 1927:
“(…) Transcribo para usted estas páginas que corresponden a una meditación de Semana Santa. He intentado mirar a Cristo desde fuera, de una manera lo más racional y objetiva posible, utilizando menos los documentos escritos que la lógica y los hechos, por así decir, monumentales, que la historia, al destacarlos por una suerte de trabajo geológico, ha elevado a una significación permanente, tan incontrovertibles como la piedra.
Si miramos en los Evangelios sólo la imagen más sencilla y asumida indiscutiblemente por todos, ¿quién es Jesucristo? Un iluminado judío del que no queda ningún escrito, que predicó durante unos años y finalmente fue crucificado por los romanos por iniciativa y tras la condena de las autoridades doctrinales judías. A esa personalidad oscura se vincula el mayor movimiento religioso que ha conocido jamás la Humanidad.
Partamos de los siguientes datos:
Lo primero que observamos es que la poderosa agitación intelectual y moral que tiene su origen en Jesús, no se tradujo mientas éste vivía en ningún movimiento material ni político. No hay rastros de motines ni de rebeliones, como las que se produjeron con Judas el Gaulonita, o con Barkokeba. El hecho que motivó la condena de Jesús tuvo, pues, una causa puramente doctrinal y dicha causa debió ser extremadamente grave, dada la severidad con la que le ejecutaron los romanos en vísperas de la fiesta más importante del año, aun cuando el orden público no se veía afectado.
Como no se tradujo en ningún movimiento político, hay que deducir que la doctrina de Cristo sólo estaba relacionada con el mundo de las ideas y de la conciencia. Era algo que estaba separado de lo temporal. Él hacía una distinción radical entre el mundo del hecho material y el mundo moral.
Por otro lado su doctrina nunca se planteó como la destrucción de la antigua religión, sino como su explicación y su desarrollo. Cristo predica en las sinagogas, en los lugares oficiales.
Sin embargo, la predicación de Jesús causa un enorme escándalo entre las autoridades encargadas oficialmente de la interpretación y la administración de la antigua religión. Se sintieron amenazadas al mismo tiempo en sus creencias y en su posición oficial, alcanzadas en la misma base. Nos damos cuenta de que los fariseos están defendiendo su piel. Hay pues, por parte de Jesús, no sólo predicación moral, como la de Juan Bautista, sino también doctrina: doctrina indicada por él como la consecuencia y el desarrollo de la antigua revelación y sin embargo escandalosamente nueva a los ojos de los detentadores de la Ley. Jesús tuvo pues que decir algo enorme.
No hay nada más enorme que una blasfemia. Y precisamente vemos que el hecho que se le reprocha es precisamente eso, Blasfemia, es decir, un atentado contra la propia Divinidad, la atribución a la Divinidad de un carácter que envilecía su majestad. ¿Cuál era esa blasfemia? Tenemos el testimonio contemporáneo de San Pablo. Desde que hay rastro histórico de la existencia de algún cristiano, desde la primera conversión auténticamente probada, ese cristiano creía que Cristo era el Hijo de Dios. Y si creía que Jesús era el Hijo de Dios, es porque el propio Jesús decía que lo era (contra Renan).
A los ojos de los judíos esta afirmación era un escándalo inaudito, pues en aquella época ellos no se atrevían tan siquiera a decir su “nombre impronunciable”. En toda la historia de la humanidad ningún revolucionario religioso ha intentado jamás proclamarse Hijo de Dios (en el pleno sentido que los judíos daban a Dios), sencillamente porque no tenía la suficiente perfección moral y poder material para justificar ese título. Entre los judíos, una afirmación de ese tipo era algo inaudito, espantoso. Jesús ha tenido por tanto que justificar dicha pretensión y dar señales rotundas tanto de su sabiduría como de su poder, y testimoniarlo a través de su santidad y de sus milagros. Esta necesidad se veía incrementada por el hecho de que si bien iniciaba a sus discípulos en un camino nuevo que ponía en contra de ellos a la autoridad oficial y tradicional del judaísmo, a cambio no les prometía ninguna ventaja material, sino la persecución.
Ahora bien, este hombre, el único de todos los seres creados que se ha atrevido jamás a decirse Hijo de Dios, le vemos perecer en las condiciones más bajas, más crueles, más humillantes, en el abandono más absoluto. ¿No parece evidente que su doctrina no podía resistir la penosa derrota de su autor, esa total descalificación de sus afirmaciones? Porque a diferencia de otras religiones, dicha doctrina consistía menos en un cuerpo de afirmaciones que se imponen por sí mismas, que en la persona del hombre que había venido a traerlas. Tenía que haber una revancha. Tuvo que haber alguna prueba de que ese hombre que se decía el Hijo de Dios, no había sido vencido. No vemos que la muerte de Cristo haya acarreado ninguna depresión entre sus discípulos. No hubo interpretación, explicaciones endebles, consuelos sofisticados. No hubo ese tipo de desacuerdos, de conflictos, de cismas que habrían sido consecuencia inevitable de una mentira. Al contrario, la muerte de Cristo aparece enseguida como una confirmación clamorosa y triunfante de su enseñanza. Entre sus discípulos reina un espíritu completamente nuevo y absolutamente unánime de júbilo, de alegría desbordante, de confianza indomable, de acción en todas las direcciones. ¿Cuál fue ese hecho nuevo, esa revancha que vino inmediatamente después de la catástrofe del Calvario? Pablo nos dice que fue la Resurrección, milagro formidable del que depende todo el cristianismo.
Para resumir esta exposición:
1º) La doctrina de Jesucristo lleva a sus discípulos a emprender una lucha terrible contra la antigua religión que la declara herética y blasfematoria, así como contra todas las religiones paganas, ante las que se propone inmediatamente como la sustituta y la exclusión. Un cristiano no tiene por qué esperar que le traten mejor que a su jefe.
2º) En esta lucha, estarán desarmados temporalmente, sin promesa de triunfo temporal. Tienen prohibidos los medios violentos. Se les envía desarmados a una conquista. Se les ofrece y promete un futuro de desgracias, sacrificios, persecuciones y tormentos.
3ª El fundador de esa religión que se decía Hijo de Dios muere crucificado y rechazado por todos.
¡Estas son las condiciones en las que se fundó el cristianismo! ¿No nos dice el sentido común que tuvo que haber algo más en el otro platillo de la balanza? No sólo promesas, sino hechos. ¿Cómo explicar sino la explosión “loca” (Hechos de los Apóstoles) de confianza, energía y actividad que siguió a la crucifixión? De golpe, en unos pocos años, la actividad apostólica llena el mundo. Meter a unas personas que nos han sido pintadas como cobardes, perezosas y groseras, en una empresa que nos describen como paradójica, blasfematoria, sin ninguna esperanza humana, no debía de ser tarea fácil. Tuvo que pasar algo…
¡Quien tenga oídos para oír que oiga!”
Paul Claudel, carta al padre Totsuka, Tokio, 5 de enero de 1927 (¿Qui-es tu?, Gallimard, 1936)
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